Hace cierto tiempo apareció un libro de Lolo Rico[1], que critica duramente al medio de comunicación de masas más hogareño.
Según esta conocida autora, se está manipulando a nuestros hijos con ideales falsos, se degrada a la mujer convirtiéndola en mero objeto publicitario, se proyectan demasiadas películas violentas (incluidas las de dibujos animados), la publicidad resulta engañosa y deforma la realidad…
De siete millones de niños que viven en España en edades comprendidas entre los cuatro y los catorce años, aproximadamente entre tres y cuatro millones ven programas de adultos, así como dibujos animados agresivos y en horarios intempestivos (más allá de las diez de la noche), no leen apenas y se aburren con cuanto no signifique pequeña pantalla, vídeo, ordenador (juegos agresivos), vídeo-consolas…
Padres y profesores deben favorecer una educación que enseñe a ver la televisión: selección de programas útiles, limitación del tiempo ante el televisor y dedicación de ratos de ocio a diversas actividades deportivo-culturales: lectura, dibujo y pintura, manualidades, juegos didácticos, deportes, paseos, visitas a museos y monumentos artísticos, parques y jardines, contacto con la Naturaleza…
Es preciso despertar el espíritu crítico hacia los medios de comunicación.
Un colegio vallisoletano[2] realizó un estudio entre sus alumnos y obtuvo las siguientes conclusiones:
-Estos pasaban casi tres horas diarias ante el televisor.
-Preferían concursos competitivos, dibujos animados y programas de variedades dirigidos a los adultos.
-No sometían a análisis crítico lo que veían.
La televisión, desgraciadamente, transmite valores violentos, fomenta la incomunicación familiar y crea dependencia, aunque posee también su lado positivo: acerca a nosotros otras culturas, nos hace próximos hechos acaecidos en otras partes del mundo, crea patrones culturales, transmite conocimientos (programas científicos).
Un modo de favorecer la crítica de los contenidos televisivos consiste en grabar en vídeo programas variados (dibujos animados, películas, anuncios, telediarios, deportes, entrevistas, pasatiempos…) y analizarlos conjuntamente en clase, bajo la orientación del tutor de cada aula y en función de la capacidad de comprensión y análisis de cada ciclo o etapa educativa.
Así se extraen valores positivos y negativos, se analiza el tipo de mensajes y se descubren las bases psicológicas de la publicidad.
La televisión constituye un mundo de sensaciones, valores, normas, conceptos, expectativas, ilusiones, compensaciones, identificaciones…, a la vez que favorece el cambio de actitudes y formas de comportamiento a través de mecanismos sutiles de modificación de conducta: creación de necesidades, intereses y satisfacciones.
La publicidad influye poderosamente en el surgimiento de hábitos de consumo y en la adopción de modas y gustos estéticos mediante modelos ideales a imitar (mujeres perfectas, líderes y personajes famosos estimados por la gente, asociaciones con seres queridos: «Aceite Elosúa, el aceite que usaba mi madre»).
Los grupos sociales más cultos suelen ver la televisión con posturas más inquisitivas y marcos más amplios de referencia.
Los menos cultos son subyugados fácilmente por los mensajes subconscientes transmitidos desde la pequeña pantalla, que los manejan a su antojo, ante la escasa presencia de espíritu crítico e información adecuada, amén de la disposición cuasi-hipnótica de las personas ante el televisor.
En la presentación de un mensaje influyen tanto el prestigio de sus emisores como su carga emocional y la capacidad persuasoria de la imagen visual. No se argumenta; se intenta convencer por «evidencias» no siempre comprobables: «Somos pioneros en nuestro ramo y nuestra razón de ser es la calidad».
La pobreza cultural condiciona rápidamente una conducta por escasez de estructuras mentales que regulen un comportamiento estable y coherente y por sobredosis emotiva: la afectividad prima sobre el razonamiento. Tal es el motivo de que la publicidad disponga su campo de acción preferentemente entre las personas menos cultas y los niños.
Por otra parte, todos tenemos nuestras propias tendencias, impulsos, instintos y pasiones. De ahí la asociación que ciertos productos publicitarios establecen entre imágenes cargadas de erotismo y satisfacción de pulsiones instintivas: la posesión del coche último modelo va asociada al deseo de conquistar a la preciosa rubia que posa junto a él y nos invita a comprarlo con tono insinuante: «Atrévete conmigo».
La televisión y el desarrollo de habilidades
La pequeña pantalla desarrolla las habilidades perceptivas en todas las edades y situaciones, en detrimento de las habilidades de expresión oral y escrita.
El televidente se torna un captador pasivo de imágenes. Permanece generalmente mudo ante la pequeña pantalla, y apenas dedica unos instantes a juzgar el contenido audiovisual que percibe a nivel sensorial.
Se exalta el conocer, el tener, el ganar, frente al conocerse a sí mismo, el cooperar, el contentarse con lo necesario para vivir.
Nos ha invadido una verdadera ansia de posesión, que nos ha volcado en un consumismo voraz, capaz de despersonalizarnos, de esclavizarnos: «Tengo más, gasto más; necesito ganar más para gastar más».
La publicidad intenta convencernos de la necesidad de comprar, adquirir, invertir, a través de imágenes audiovisuales sugestivas, tentadoras, adulando nuestro ego: «No puedes permitirte menos», «¿Aún no me tienes?», «Llama rápido al teléfono X y llévate a tu casa un estupendo regalo. Existencias limitadas»…
Tales argumentos visuales impactan fuertemente sobre la personalidad adulta inmadura, crédula y deseosa de no ser menos que el vecino. Y los hijos los refuerzan a la hora de pedir regalos anunciados hábilmente: «Mamá (o papá), todos mis amigos tienen la vídeoconsola». Y el progenitor, preocupado por la imagen social, accede: «¡Bueno, pues tú no vas a ser menos que ellos!»
El mensaje capcioso se rodea de pomposos ropajes visuales y emocionales para la población menos formada, y de lenguajes más lógicos y verbales para la más culta.
Se intenta convencer mediante la información inteligentemente disfrazada de razonamiento evidente, incontestable: «Busque, compare y si encuentra algo mejor, cómprelo».
La televisión, un medio de comunicación ideal, debe alinearse del lado de la cultura y del respeto a los valores verdaderamente democráticos; para ello debería:
a) Favorecer la libre toma de decisiones, basada en argumentos serios, verificables, honestos, contrastables.
Tal posibilidad dependería de que los ciudadanos, a través de las asociaciones de consumidores, contasen con fuerza suficiente para llevar a los tribunales a los promotores de mensajes falseados, condicionantes, escasamente respetuosos con los valores humanos y la igualdad entre los sexos, peligrosos para la salud física o psíquica, incitadores a la violencia, portadores de actitudes o ideas agresivas (tales los anuncios de marcas, juguetes, etc., que motivan a un consumo abusivo y lejos del alcance de muchos bolsillos).
b) Fomentar actitudes que potencien el diálogo, la reflexión, la crítica constructiva, la libertad y la igualdad social, la cooperación y las relaciones amistosas, la integración en la propia comunidad sociocultural, la responsabilidad individual y colectiva…
c) Formar por encima del mero informar, mostrar más que condicionar, recurrir con más frecuencia a la inteligencia y al razonamiento que a las emociones irracionales y desequilibradas. En los programas destinados a jóvenes, priva el caos emotivo sobre el control personal, el estruendo bullanguero sobre la serenidad, la verborrea sobre la calidad expresiva, el lenguaje grosero frente a los buenos modales.
Transmitir cultura, hábitos y actitudes universalmente válidos, frente a la mediocridad, ambigüedad y pobreza de ideas de que se suele hacer gala, donde lo esencial es el número de televidentes, los índices de audiencia, el puesto que se ocupa entre los canales existentes.
Hoy la televisión se enfoca excesivamente hacia la satisfacción de impulsos, instintos y tendencias, a costa de potenciar lo irracional sobre lo racional, lo emotivo sobre lo intelectivo, el espíritu gregario sobre la propia personalidad, lo acultural sobre lo cultural, la competitividad frente a la cooperación.
Es preciso educar al ser humano en hábitos de consumo correctos, desarrollando en él una actitud crítica frente a la publicidad y el mero consumismo.
Respecto a los niños, pensemos en las ventajas que tal educación comportaría de cara a tornarlos conscientes de la utilidad de ciertos juguetes, de la inutilidad de otros, de los inconvenientes de las golosinas, de los perjuicios de ciertos alimentos y bebidas refrescantes o alcohólicas, del alquiler indiscriminado de películas de vídeo, del uso indiscriminado del ordenador y el móvil…
[1]Lolo Rico: La TV., fábrica de mentiras. Edit. Espasa-Calpe. Madrid, 1993.
[2]El C. P. «Teresa Revilla», de Fresno el Viejo.
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